En mi colegio, los que suspendían siempre afirmaban
que iban a estudiar informática, “para el día de mañana”. Cuando empecé a
utilizar ordenadores me di cuenta de que el día de mañana ya había
llegado, es hoy, demasiado tarde, porque ya estábamos en manos de
aquellos tipos que no habían podido aprobar lengua ni latín. Tampoco soy
partidario a ultranza de la enseñanza bilingüe, que siempre me recuerda
lo que se solía decir de Salvador de Madariaga: “Ah, sí, Madariaga, ese
tipo que es tonto en cinco idiomas”.
El problema de
la enseñanza es cómo preparar hoy a los chavales para la realidad de un
mañana que no sabemos cómo será. Frente a un tablero de ajedrez, en
muchas ocasiones, hago movimientos que no tienen una finalidad
específica: sólo coloco las piezas donde creo que me serán útiles cuando
la partida se encuentre en una posición que, en el momento de mover,
todavía no soy capaz de anticipar (y mucho menos calcular). Me guío
entonces por principios generales, salvo que sea víctima (no siempre tan
inocente) de la inspiración. Principios generales: hay que acercar al
centro los caballos; los alfiles, en las diagonales más largas; esa
torre, a la columna que se ha quedado abierta. Inspiración: un
sacrificio salvador, las grandes ideas, esas jugadas visionarias sin más
fundamento que una intuición. Lo más frecuente es que, cuando sucumbo a
la inspiración, pierda la partida.
El problema del
bachillerato es muy semejante. Hay que aprender algo, confiando en que
nos será útil en una situación que aún no tenemos ni idea de cuál va a
ser. Actuamos de la misma forma. Con principios generales: hay que saber
leer y escribir, matemáticas, geografía, historia y algo de ciencias
naturales. Inspiración: que estudien pretecnología, esperanto, el código
morse o educación para la ciudadanía. Como en el tablero, el recurso a
la inspiración suele llevar a que nos den mate.
Cuanto menos claros tengamos los principios generales, más tendremos que
improvisar y entregarnos maniatados a la inspiración. Antonio Machado
nos contaba que Juan de Mairena se quejaba de no hubiera un buen manual
de literatura, porque nadie había sido capaz de escribirlo: “La verdad
es que nos faltan ideas generales sobre nuestra literatura. Si las
tuviéramos tendríamos también buenos manuales y podríamos, además,
prescindir de ellos. No sé si habrá usted comprendido… Probablemente
no”.
Ahora mismo debe de haber muchas familias en las
que ninguno de sus miembros haya estudiado el mismo bachillerato. Con
siete reformas educativas sólo desde la II Restauración borbónica,
podrían ser hasta familias numerosas con premios de natalidad. Siete,
repito. Cuando murió Franco estaba vigente la Ley General de Educación,
la de la EGB y el BUP que sufrimos los de mi edad. Desde entonces se
nos han ido ocurriendo siete sucesivas inspiraciones: la LOECE (1980),
LODE (1985), LOGSE (1990), LOPEG (1995), LOCE (2002), LOE (2006) y ahora
este otro séptimo cielo que quiere desplomar sobre nuestras cabezas el
insufrible e inverosímil ministro Wert. Salta a la vista que no
disponemos de principios generales. Por eso ni siquiera podemos hacer un
bachillerato razonable, del que podamos olvidarnos a gusto, porque,
como suele decirse: la cultura es lo que queda cuando se ha olvidado
todo lo que habíamos estudiado.
En mi opinión (ya que
usted no me la ha pedido), tantas ocurrencias inspiradas y tan pocos
principios generales son la causa principal de que hayamos perdido la
partida del bachillerato. A los ministros con una severa (y tal vez
dolorosa) inflamación del ego, como Wert, sólo se les debería permitir
juguetear con leyes que no atacaran al núcleo mismo de la sociedad, como
la enseñanza. Que pasen a la historia y se les cure el escozor
reformando, qué sé yo, unos cuantos reglamentos consulares, algo que, si
se rompe, no se lleve por delante el derecho a la educación y la
igualdad de oportunidades. Como le dijo D’Ors al camarero que intentó
abrir de forma “creativa” una botella de champagne: “Los experimentos,
con gaseosa, joven”.
Si me pregunta cuáles creo que
son esos principios generales que nos libran de caer en la tentación de
las ocurrencias inspiradas, le diré que no pienso que sean ningún
secreto: en el bachillerato se aprende a leer y a escribir (o sea, se
adquiere la capacidad de aprender todo lo demás) y se acumula un fondo
de armario muy general que incluye matemáticas, lengua, historia,
geografía, ciencias naturales y cuatro cosas más (o sea, se adquiere la
capacidad de estudiar en serio). Así, cuando llegue el famoso día de
mañana, las piezas estarán bien colocadas y nos permitirán ganar la
partida (y hasta aprender inglés o informática, por qué no, si a uno le
da por ahí).
Este el problema principal, pero la
enseñanza tiene otros dos problemas gravísimos. Uno es el pretendido
derecho a la libertad de elección de centro. La enseñanza obligatoria
sólo puede ser pública, igual para todos. El derecho que hay que
proteger y prevalece siempre es la igualdad de oportunidades, no el de
llevar al niño al Pilar para que comparta pupitre con futuros
presidentes o consejeros delegados (que algo le caerá luego, como a
Villalonga). El otro es la islamización de la enseñanza en nuestro
país: la “sharia” escolar. Igual que las leyes no pueden emanar del
Corán o la Biblia, en la enseñanza no pintan nada las sotanas. Con
principios generales razonables, más la prohibición de la enseñanza
privada y de la enseñanza religiosa (y de la religión), tendríamos el
mejor bachillerato concebible.
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