miércoles, 3 de octubre de 2012

Los experimentos con champagne del ministro Wert

Artículo de Rafael Reig en El Diario.


En mi colegio, los que suspendían siempre afirmaban que iban a estudiar informática, “para el día de mañana”. Cuando empecé a utilizar ordenadores me di cuenta de que el día de mañana ya había llegado, es hoy, demasiado tarde, porque ya estábamos en manos de aquellos tipos que no habían podido aprobar lengua ni latín. Tampoco soy partidario a ultranza de la enseñanza bilingüe, que siempre me recuerda lo que se solía decir de Salvador de Madariaga: “Ah, sí, Madariaga, ese tipo que es tonto en cinco idiomas”.
El problema de la enseñanza es cómo preparar hoy a los chavales para la realidad de un mañana que no sabemos cómo será. Frente a un tablero de ajedrez, en muchas ocasiones, hago movimientos que no tienen una finalidad específica: sólo coloco las piezas donde creo que me serán útiles cuando la partida se encuentre en una posición que, en el momento de mover, todavía no soy capaz de anticipar (y mucho menos calcular). Me guío entonces por principios generales, salvo que sea víctima (no siempre tan inocente) de la inspiración. Principios generales: hay que acercar al centro los caballos; los alfiles, en las diagonales más largas; esa torre, a la columna que se ha quedado abierta. Inspiración: un sacrificio salvador, las grandes ideas, esas jugadas visionarias sin más fundamento que una intuición. Lo más frecuente es que, cuando sucumbo a la inspiración, pierda la partida.
El problema del bachillerato es muy semejante. Hay que aprender algo, confiando en que nos será útil en una situación que aún no tenemos ni idea de cuál va a ser. Actuamos de la misma forma. Con principios generales: hay que saber leer y escribir, matemáticas, geografía, historia y algo de ciencias naturales. Inspiración: que estudien pretecnología, esperanto, el código morse o educación para la ciudadanía. Como en el tablero, el recurso a la inspiración suele llevar a que nos den mate.
Cuanto menos claros tengamos los principios generales, más tendremos que improvisar y entregarnos maniatados a la inspiración. Antonio Machado nos contaba que Juan de Mairena se quejaba de no hubiera un buen manual de literatura, porque nadie había sido capaz de escribirlo: “La verdad es que nos faltan ideas generales sobre nuestra literatura.  Si las tuviéramos tendríamos también buenos manuales y podríamos, además, prescindir de ellos. No sé si habrá usted comprendido… Probablemente no”.
Ahora mismo debe de haber muchas familias en las que ninguno de sus miembros haya estudiado el mismo bachillerato. Con siete reformas educativas sólo desde la II Restauración borbónica, podrían ser hasta familias numerosas con premios de natalidad. Siete, repito. Cuando murió Franco estaba vigente la Ley General de Educación, la de la EGB y el BUP que  sufrimos los de mi edad. Desde entonces se nos han ido ocurriendo siete sucesivas inspiraciones: la LOECE (1980), LODE (1985), LOGSE (1990), LOPEG (1995), LOCE (2002), LOE (2006) y ahora este otro séptimo cielo que quiere desplomar sobre nuestras cabezas el insufrible e inverosímil ministro Wert. Salta a la vista que no disponemos de principios generales. Por eso ni siquiera podemos hacer un bachillerato razonable, del que podamos olvidarnos a gusto, porque, como suele decirse: la cultura es lo que queda cuando se ha olvidado todo lo que habíamos estudiado.
En mi opinión (ya que usted no me la ha pedido), tantas ocurrencias inspiradas y tan pocos principios generales son la causa principal de que hayamos perdido la partida del bachillerato. A los ministros con una severa (y tal vez dolorosa) inflamación del ego, como Wert, sólo se les debería permitir juguetear con leyes que no atacaran al núcleo mismo de la sociedad, como la enseñanza. Que pasen a la historia y se les cure el escozor reformando, qué sé yo, unos cuantos reglamentos consulares, algo que, si se rompe, no se lleve por delante el derecho a la educación y la igualdad de oportunidades. Como le dijo D’Ors al camarero que intentó abrir de forma “creativa” una botella de champagne: “Los experimentos, con gaseosa, joven”.
Si me pregunta cuáles creo que son esos principios generales que nos libran de caer en la tentación de las ocurrencias inspiradas, le diré que no pienso que sean ningún secreto: en el bachillerato se aprende a leer y a escribir (o sea, se adquiere la capacidad de aprender todo lo demás) y se acumula un fondo de armario muy general que incluye matemáticas, lengua, historia, geografía, ciencias naturales  y cuatro cosas más (o sea, se adquiere la capacidad de estudiar en serio). Así, cuando llegue el famoso día de mañana, las piezas estarán bien colocadas y nos permitirán ganar la partida (y hasta aprender inglés o informática, por qué no, si a uno le da por ahí).
Este el problema principal, pero la enseñanza tiene otros dos problemas gravísimos. Uno es el pretendido derecho a la libertad de elección de centro. La enseñanza obligatoria sólo puede ser pública, igual para todos. El derecho que hay que proteger y prevalece siempre es la igualdad de oportunidades, no el de llevar al niño al Pilar para que comparta pupitre con futuros presidentes o consejeros delegados (que algo le caerá luego, como a Villalonga).  El otro es la islamización de la enseñanza en nuestro país: la “sharia” escolar. Igual que las leyes no pueden emanar del Corán o la Biblia, en la enseñanza no pintan nada las sotanas. Con principios generales razonables, más la prohibición de la enseñanza privada y de la enseñanza religiosa (y de la religión), tendríamos el mejor bachillerato concebible.

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